Que no
entiendes que yo pueda hablarte de luces y sombras, y que el firmamento no me
quepa en la boca para decirte que te quiero. Que tus manos sean mi faro de
Alejandría y consigan traerme siempre de vuelta a casa. Que tu boca me tenga
sometida hasta tal punto que ni Stendhal lograría comprenderlo. Que tu cuello
se vuelva aridez para que yo pueda revestirlo de oasis. O que pueda navegar en
contra de la marea si tus pulmones están a mi favor.
No eres
capaz de entender que mi espalda sólo se curva hacia delante cuando tu aire me
toca la piel. Ni que mi ombligo ya no sabe latir sin tus cicatrices.
Tampoco
sabes que me muero cuando te siento disfrutando de mí, ni que resucito cuando
me besas en el punto exacto en el que hombro y cuello se separan para no volver
a unirse jamás.
Puede,
entonces, que tampoco sepas, que mis papilas gustativas siguen intentando
descifrar los enigmas de los acertijos que le propuso tu piel cuando aquella
tarde de invierno, mientras tú discutías con la primavera, entendí que el lirio
que me regalaste pintaría de amarillo mis delirios por descubrir todos los
sabores que tiene el amor en tu piel.
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