Era de noche.
Conducíamos con rumbo a cualquier faro que diera reflejo a nuestras manos unidas.
Sonreíamos. Sonreías. Porque nadie sonríe como tú cuando cambia de marcha.
No podía apartar mis ojos de ti.
La música sonaba. Y tú me contabas la historia de un músico, una profesora de flauta y su hija. O de una flauta profesora de música que tenía una hija..
Yo qué se. No recuerdo tan bien la historia como tu sonrisa.
Por la noche, cuando nadie me
ve, escucho canciones que sé que has sentido cerca últimamente.
Siempre me busco en ellas, y
no sé si en algún momento llego a encontrarme. –Tampoco creo que alguien
entienda esto.– Me busco, pero sólo logro encontrarte a ti. ¿Y tú? ¿Dónde te
escondes?
A lo
mejor tú me encuentras en alguna de ellas. Quizá sonríes. O cierras los ojos.
Recompongo
pedazos de ti entre notas. Yo no puedo saber si tú me buscas. Menos, si me
encuentras. Si sonríes, o cierras los ojos. O haces las dos cosas, y el corazón
sonríe, también, mientras tu pulmón cicatriza.
Yo no
puedo saberlo, si tú no me lo dices.
Tú no
me lo dices, quizá, porque no te lo pregunto.
No te
lo pregunto, por miedo a que digas que no. O que sí.
Por
miedo a que te calles. O a que me sonrías, otra vez, de esa maldita forma que
me rompe en mil pedazos y me recompone tres segundos después.